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Migración, la guerra que los niños perdieron

Publicado el 21 de junio de 2015
por Héctor Silva A. en La Prensa Grafica

Mario, de 10 años, y su hermana Julia, de seis, salieron de El Salvador con su madre la primera semana de junio. El lunes 15 avisaron a su abuela, con quien vivían en la colonia Tikal de Apopa, que habían pasado la frontera de Guatemala con México. Hasta hace poco, las llamadas de los migrantes a sus familiares solían empezar una vez los viajeros se habían adentrado en tierras mexicanas. De unos meses para acá, avisar que habían superado el primer escollo, la frontera que divide Chiapas de los departamentos del norte y noroeste guatemalteco, es necesario: las deportaciones de centroamericanos son ahora más comunes en esa frontera, a solo 474 kilómetros de Apopa, que desde la frontera sur de Estados Unidos, 1,800 kilómetros más al norte.

Si Mario, Julia y su madre son detenidos en México, lo más probable es que sean deportados a El Salvador sin demasiado trámite. Sus casos se sumarían, entonces, a los de poco menos de 108,000 migrantes centroamericanos que los mexicanos deportaron entre octubre de 2014 y abril de 2015 a los países de origen (El Salvador, Guatemala u Honduras en el 97 % de los casos, según cifras del Instituto Nacional de Migración mexicano recogidas en el informe “Los costos de parar la marea” del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Georgetown en Washington, D. C.).

Pero también es posible que pasen la frontera norte de México, y que ya en suelo estadounidense sean detenidos por autoridades migratorias y remitidos a la Oficina de Reasentamiento de Refugiados (ORR, en inglés) del Departamento de Seguridad Interna (DHS, en inglés). ORR es la oficina que se encarga de resguardar a los menores migrantes sin compañía y a las llamadas unidades familiares, compuestas generalmente por madres jóvenes e hijos pequeños.

La probabilidad de llegar más allá del Río Grande, sin embargo, es hoy mucho más baja que el año pasado, cuando cerca de 68,000 menores centroamericanos sin compañía llegaron a Estados Unidos y 61,000 de ellos terminaron albergados en centros de detención que ORR subcontrata a empresas privadas. Las proyecciones oficiales en Washington indican que al final de 2015 esa cifra se habrá reducido a poco más de la mitad.

Que lleguen menos menores centroamericanos a la frontera con México y que se vayan deportados de Estados Unidos la mayor cantidad de indocumentados posibles han sido, en la práctica, las dos políticas migratorias más exitosas de la administración Obama, al menos en términos estadísticos: este presidente ha sido el que más personas ha deportado hacia el sur y, tras la crisis del año pasado, su Ejecutivo ha logrado que buena parte de los jóvenes que salen de Centroamérica se queden en la frontera que Mario y Julia, los dos niños salvadoreños, ya pasaron, la de México con Guatemala.

En 2014, los mexicanos deportaron a 18,169 menores indocumentados sin compañía, cifra que representa un aumento del 117 % respecto del año anterior, según un reporte del académico Dennis Stinchcomb del Centro de Estudios Latinoamericanos de American University.

Al final, las aprehensiones de menores migrantes, de unidades familiares y de indocumentados en general han disminuido en Estados Unidos y han aumentado en México. El balance final de migrantes que salieron de Centroamérica en los últimos meses, de acuerdo con las estadísticas oficiales en ambos países, también ha variado: de 212,644 migrantes arrestados en México y Estados Unidos entre octubre de 2013 y abril de 2014 la cifra pasó a 163,337 detenidos entre octubre de 2014 y abril de 2015. La última cifra sigue siendo alta respecto de números de años previos a 2012, tal como destaca el académico Stinchcomb en un reporte titulado: “Una nueva línea de defensa: tendencias en la frontera sur de México”.

Hay, además, una última posibilidad en los casos de los hermanos Mario y Julia, y de los miles de niños que siguen saliendo del Triángulo Norte centroamericano: que lleguen a sus destinos en suelo estadounidense sin ser detectados por autoridad alguna ni en México ni en Estados Unidos. Medir la cantidad de migrantes que se encuentran en esta situación es sumamente difícil, pero ya hay, en algunos condados con altas densidades de poblaciones indocumentadas, algunas pistas al respecto. En Montgomery County, Maryland, cerca de Washington, D. C., por ejemplo.

“Hemos empezado a ver más casos de niños que llegan a las secundarias y que cuando son entrevistados por una u otra razón dicen que llegaron hasta ese condado sin pasar por ORR y sin ser detenidos por nadie”, dice un trabajador social de Montgomery, quien atiende a menores, la mayoría centroamericanos que tienen dificultades para adaptarse a sus nuevas realidades, y quien accedió a hablar del tema sin que se mencione su nombre porque no está autorizado a hacer comentarios públicos.

En Washington, no obstante, se mide como un éxito importante de la administración Obama y de los gobiernos del Triángulo Norte centroamericano que el número de niños sin compañía que hoy llega a la frontera sur estadounidense sea menor. La reducción en los números ha sido, de hecho, uno de los argumentos políticos que la Casa Blanca y el Departamento de Estado han utilizado para pedir al Congreso, de mayoría republicana, que otorgue $1,000 millones en ayuda a Guatemala, El Salvador y Honduras para atender la otra cifra, la de los que siguen saliendo de Centroamérica empujados por la violencia, la pobreza o los deseos de reunirse con familiares que viajaron hace años hacia el Norte. Hasta ahora, el Congreso ha dicho que no a esos fondos.

La última en mostrar su frustración fue Roberta Jacobson, la subsecretaria de Estado para el Hemisferio Occidental. En un evento público, la funcionaria lanzó una voz de alarma que aún resuena en Washington: si el Congreso no aprueba los fondos que la Casa Blanca ha solicitado para atajar las causas de la migración en el Triángulo Norte centroamericano, le región podría enfrentar una situación de “catástrofe”.

Por ahora, el Congreso ha minimizado la petición de Obama, las advertencias de Jacobson y las decenas de investigaciones académicas realizadas por universidades como American, Georgetown, Yale o por tanques de pensamiento como la Oficina en Washington para América Latina (WOLA, en inglés) o el Concilio Americano de Migración, que coinciden en concluir que los flujos migratorios hacia Estados Unidos no se detendrán mientras los países de donde son originarios los migrantes no atiendan las causas que los empujan a escapar.

“Es tan urgente como lo era el año pasado atender la pobreza y la violencia que empuja la migración desde Centroamérica”, dice, por ejemplo, Adam Isaacson, investigador asociado de WOLA.

Una de las principales conclusiones de WOLA es, precisamente, que el aumento de deportaciones de centroamericanos desde suelo mexicano ha provocado una falsa sensación de alivio en Estados Unidos. “Los esfuerzos masivos de México han enmascarado el sentido de urgencia que deberíamos seguir teniendo en Estados Unidos”, apunta Maureen Meyer, encargada en WOLA del portafolio de México y del de derechos humanos de los migrantes.

Para la cámara baja del Congreso estadounidense, la Casa de Representantes, empujar los problemas hacia el sur y detener los flujos en una frontera ajena es el objetivo principal. Así lo dice, de forma explícita, el proyecto de ley para la asistencia externa que la semana pasada aprobó el comité de adjudicaciones de esa cámara.

“Esta ley requiere una estrategia de financiamiento, un plan de gastos y reportes sobre el progreso de estos esfuerzos… La legislación requiere que toda la asistencia sea suspendida si los países centroamericanos no están haciendo progresos en aspectos clave para atender la crisis de los menores migrantes sin compañía que vienen a Estados Unidos”, dice el texto aprobado. En ese proyecto, dos de los cuatro objetivos enunciados para la ayuda económica a Centroamérica son “mejorar la seguridad fronteriza” y “repatriar y reintegrar a los migrantes que sean regresados desde Estados Unidos”.

La decisión de la cámara baja respecto de Centroamérica, de reducir a $296 millones la partida de $1,000 millones que había pedido Obama y enfocar esos recursos casi exclusivamente en el tema de seguridad fronteriza y combate al crimen organizado transnacional sin dedicar dinero a la atención de las causas de la migración en el Triángulo Norte, aún debe ser ratificada por el comité de adjudicaciones del Senado. Por ahora, lo propuesto por los representantes ha causado desasosiego en la administración Obama, como lo muestran las declaraciones de Jacobson, y también en una parte de la opinión pública.

El pasado 16 de junio, el influyente diario The New York Times dedicó uno de sus editoriales al tema migratorio para fustigar la decisión inicial del Congreso en Washington. “Los políticos americanos han mostrado muy poco interés en dedicar recursos para atender las causas por las que los centroamericanos siguen enrumbando hacia el Norte. Estas incluyen violencia pandillera, pobreza crónica, desempleo alto e instituciones gubernamentales débiles. El año pasado funcionarios de la administración Obama estudiaron de cerca de dónde estaban viniendo los migrantes para bocetar un plan que permitiese mejorara las economías de la región y disminuir la violencia”, dice el periódico en una nota titulada “La crisis irresuelta de la migración centroamericana”.

Por ahora, los funcionarios de Obama que apostaron por un enfoque más integral del tema migratorio, sobre todo a raíz de la crisis de los menores indocumentados sin compañía del año pasado, están perdiendo la guerra migratoria en Washington. También han perdido, por ahora, los gobiernos de Guatemala, El Salvador y Honduras, que en noviembre del año pasado presentaron junto al vicepresidente estadounidense, Joe Biden, la Alianza para la Prosperidad, un plan pensado para atender los “lugares de origen” de los que habla The New York Times. Y ya había perdido, desde hace tiempo, la posibilidad de una reforma integral al sistema migratorio estadounidense que abriera un camino a la legalización de los indocumentados.

También han perdido, en esta guerra, los niños que como Mario y Julia, los salvadoreños de Apopa, siguen escapando de las violencias, pobrezas y desesperanzas de sus países. Los migrantes como ellos, que llevan perdiendo desde hace décadas, siguen sometidos a los peligros que acechan fuera de sus casas, o dentro de ellas en forma de maltrato doméstico, en el viaje hacia el Norte o, aun, en los centros de detención para refugiados en Estados Unidos.

El verano pasado, entre junio y julio de 2014, el servicio consular salvadoreño se reorganizó temporalmente para reforzar la atención en los consulados de Tucson, en Arizona, y de McAllen, en Texas, los dos puntos por donde más entraban menores indocumentados. Una de las medidas que tomó la cancillería fue entrevistar a la mayor cantidad posible de menores para indagar sobre los motivos de sus salidas de El Salvador y sobre las condiciones del viaje. Las conclusiones del Gobierno salvadoreño, resumidas en los informes de esas entrevistas, son que la violencia, ejercida sobre todo por las pandillas juveniles, y el deseo de reunificación familiar eran las principales causas de migración.

En julio de 2014, cuando la crisis de los menores migrantes estaba en su punto máximo, la académica estadounidense Elizabeth Kennedy presentó el estudio “No hay niñez aquí porque los menores centroamericanos están yéndose de sus hogares”, basado en 322 entrevistas realizadas a niños migrantes entre el 27 de junio y el 1.º de mayo de ese año. Este es, a la fecha, el estudio más completo sobre las causas de la migración.

La conclusión de Kennedy se lee, clara, en el reporte. “El crimen, las amenazas de las pandillas y la violencia parecen ser los determinantes más fuertes en la decisión de estos niños para emigrar”, escribe Kennedy.

La académica, graduada en Estudios sobre Migraciones Forzadas en la Universidad de Oxford, preguntó a los niños por qué habían dejado sus casas para viajar a Estados Unidos. El 59 % de los niños salvadoreños y el 61 % de las niñas de ese país nombraron uno de los tres factores mencionados arriba. Kennedy asegura que uno de cada tres entrevistados dijo que migraba motivado por la reunificación con sus familiares en Estados Unidos. Ambas motivaciones, sin embargos, no son excluyentes: “La mayoría se refirió a su temor ante el crimen y la violencia como las causas que motivaban su decisión de reunirse con sus familias ahora en lugar de dentro de dos años”.

Además de subrayar el rol fundamental de la violencia endémica en el Triángulo Norte de Centroamérica en los flujos migratorios, el estudio de Kennedy parte de una afirmación que hoy, a la luz del debate político generado por los niños migrantes de 2014 y sobre todo a la luz de los pobres resultados que ese debate ha dejado en lo que a políticas públicas se refiere, puede resultar asombrosa, incluso reveladora.

“Más de una década antes de que el presidente Barack Obama describiera los flujos de niños migrantes sin compañía como una ‘situación humanitaria urgente’, defensores de los derechos de estos niños habían advertido que estos menores, que tenían en común experiencias de separación familiar, violencia indiscriminada en sus países de origen y habían estado expuestos a abusos, estaban abandonando el sur de nuestras fronteras en números alarmantes”, escribe la académica.

La violencia que rodea el fenómeno migratorio, que es causa pero también consecuencia del éxodo hacia el Norte, sigue siendo uno de los principales combustibles en esta guerra sin ganadores, sobre todo en el caso de los niños. El mes pasado, otra académica, la profesora Susan Terrio de Georgetown University, presentó un libro titulado “¿De quién soy hijo?”, que recoge el seguimiento a seis menores centroamericanos desde que llegan a suelo estadounidense hasta que son entregados a familiares tras su paso por el sistema estadounidense de albergues para refugiados y por el de cortes migratorias. Hablar con ella es entender un capítulo más en ese ciclo de violencia.

¿Qué papel tiene la violencia en la historia de estos niños?

En general, la violencia, ya sea en casa o en la comunidad, tuvo un papel muy grande en las historias de todos estos niños. Los menores se daban cuenta y sabían que debido a la corrupción política, la violencia y las condiciones de sus comunidades la única forma de escapar de la muerte –real o de la que los antropólogos llamamos la muerte social– era salirse, irse a Estados Unidos. La violencia, en muchas formas, es un elemento central en todas las historias que vi. De hecho, la gran mayoría de los niños que vimos entrar el año pasado durante la crisis del verano eran migrantes forzados; escapaban de la violencia, de las pandillas, de los narcotraficantes, y, de haber obtenido representación legal adecuada, probablemente hubiesen calificado a algún tipo de alivio migratorio contemplado en la ley estadounidense.

¿Cómo son las instituciones o los albergues a los que llegan estos niños?
Son instituciones que están cerradas al público, cuyas salidas están vigiladas y donde los movimientos de quienes están dentro también son vigilados. Es decir, una vez que los niños son detenidos, permanecen en estos lugares hasta que son liberados, ¿qué significa esto? Que estas instituciones están organizadas de acuerdo con un modelo penal, con tres niveles de seguridad, que tienen sistemas de vigilancia interna, registros de acuerdo con los niveles de seguridad (que son bajo, intermedio y alto). Los niños van a la escuela dentro de la institución y juegan o hacen deportes dentro del lugar en áreas designadas. Solo salen del lugar, con vigilancia, para ir a las cortes migratorias o si necesitan atención médica extraordinaria.
Es decir, se puede decir que se trata de la criminalización de estos migrantes…
Es precisamente lo que algunos hemos dicho. Lo que dice el Gobierno es que estas condiciones son absolutamente necesarias para proteger a los jóvenes. El Gobierno no los llama centros de detención, sino resguardos, y dice que son esenciales para proteger a los menores de coyotes u otros que pudieran explotarlos. Hubo un editorial interesante en The New York Times el 15 de mayo que decía que no había forma humanitaria de detener menores o familias en estos resguardos, y decían que uno de los problemas más graves de nuestro sistema migratorio disfuncional es, de hecho, este sistema de centros de detención. Desde que vimos el incremento en la llegada de menores el año pasado, pero también de unidades familiares (formadas sobre todo por madres jóvenes e hijos pequeños), el Gobierno contrató a cuatro compañías especialistas en prisiones para construir más centros de estos, uno en Nuevo México (que eventualmente cerró), dos en Texas y uno en Pennsylvania, que ha estado ahí durante muchos años pero que fue remodelado para albergar a más familias. Así que más recientemente la detención ha estado enfocada más en las familias, pero un grupo de activistas, ONG y académicos hemos estado diciendo que hay que parar la detención de niños, porque no hay manera de hacerlo en forma humanitaria.

¿Cómo contribuían las condiciones en esos lugares a los traumas que estos niños ya traían sobre sus hombros debido a las situaciones que dejaron en sus países o al viaje hasta Estados Unidos?

Primero, quiero insistir en que las condiciones que existían antes de 2003 (cuando hubo cambios en la legislación) eran mucho peores. Mucho ha cambiado. Hay una política muy estricta de no poner mano encima de estos niños, de no usar castigo corporal, de usar técnicas verbales para tratar de bajar tensiones. Las instituciones hacen un trabajo bastante bueno en atender las necesidades de corto plazo, como la inmunización, vacunas, comidas adecuadas, necesidades de salud, de salud mental, servicios de educación… Tengo que ser justa: eso está bien hecho. El problema es que es un sistema penal y las reglas son muy estrictas y no hay plazos definidos. En el sistema penal juvenil, por ejemplo, hay plazos de encarcelamiento determinados por la ley, lo que hace que el joven sepa cuándo termina su castigo, cuándo saldrá y cuándo se reunirá con su familia. Aquí no existe esto. El otro problema es de tipo psicológico: muchos de estos niños sí tienen familiares en este país, y muchas de esas familias son indocumentadas, así que además del trauma experimentado en sus países, es decir, viven con miedo de ser deportados, están deprimidos porque están separados de sus familias y no saben cuánto tiempo estarán ahí.
Los únicos que hacen cuentas alegres con el tema migratorio son, por ahora, algunos precandidatos presidenciales en Estados Unidos. “El próximo presidente tendrá que pasar una reforma migratoria”, dijo el republicano Jeb Bush, durante su lanzamiento como contendiente el lunes pasado en Miami. “Mi récord como gobernador habla de mis políticas públicas en este tema”, se ufanó el exgobernador de Maryland, Martin O`Malley, precandidato demócrata. “A la amplia mayoría de personas que están aquí le daremos un camino para la legalización”, ha prometido Hillary Clinton, la candidata a vencer hasta ahora.
La realidad: el ala más influyente del partido de Bush se opone rotundamente a cualquier posibilidad de legalizar indocumentados y en el pasado Clinton ya se ha mostrado a favor de incrementar deportaciones, por hablar de dos de ellos.

Mientras esta guerra, retórica y de políticas públicas, continúa en Washington, la violencia parece no dar tregua en Centroamérica –En El Salvador son más de 630 homicidios solo en mayo pasado, se perfila a terminar el año como el lugar más violento del mundo–, los presidenciables estadounidenses barajan sus frases para ganarse al cada vez más importante voto latino y el Congreso republicano se afana en reducir gastos. Y mientras todo eso pasa, niños con nombres como Mario o Julia y familias con apellidos como Martínez o Argueta siguen viajando hacia el Norte. A pesar de todo. Miles de ellos

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País

Estados Unidos

Temática general
[Asilo/Refugio]

Temática específica
[114]



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