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La migra no sólo está en el norte
Publicado el 16 de noviembre de 2020
por Ivett Peña-Azcona para Milenio. Foto por Elliot Spagat
Son aproximadamente las 3:00 am. Todo está oscuro y el autobús se detiene sin explicación alguna. En automático se prenden las luces del pasillo. Quienes hemos transitado la ruta de Chiapas a Oaxaca sabemos que, si esto ocurre, estamos en los límites de estos dos estados del sureste mexicano.
Suben dos hombres y una mujer, casi siempre son tres personas. Con voz enérgica preguntan: ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas? ¿Cómo te llamas? Su objetivo es retener migrantes. Su estrategia es despertar a cualquiera que, desde su mirada, sea sospechoso. Hay una sensación en nuestros cuerpos que es extraña. Tener miedo a ser retenido en tu propio país. Pues en un territorio donde violan mujeres y desaparecen a las personas, confiar es imposible.
Tras unos pocos segundos de la parada, han interrogado a otros muchachos que vienen atrás y a mi. Mientras esto ocurre, nadie voltea. Simular estar dormido es la respuesta.
Cuando se habla de la migra en general, hay una referencia a los límites de México y Estados Unidos. Pero en realidad, la migra no sólo está en el norte, también está en el sur. Una cortina que se abre y se cierra según los intereses. He recorrido esta frontera en incontables viajes. No es Talismán o La Mesilla en Guatemala. Es el Istmo oaxaqueño, una región donde se mueve lo que el capital permita… petróleo, mercancías, el narco, los trenes y migrantes.
Esta vez bajaron a una mujer de tez clara y dejaron a un bebé llorando. Ella sólo traía un bolso en la mano. Todos los que viajaban no se movieron, aparentemente no escuchaban el llanto. Después de cinco minutos, la mujer regresó y tomó al bebé en sus brazos. Después de eso, nunca supimos de ellos.
En los rostros de quienes han bajado, he visto el miedo, la incertidumbre y el grito de auxilio. Han retenido a mujeres, niños y jóvenes. Aunque casi siempre viajan acompañados, si bajan a alguien el otro tendrá que seguir su ruta, no parpadear y simular ser desconocidos. En este viaje no se pudo, el bebé no conocía el código del silencio, pasar desapercibido o ignorar a su acompañante. El color de piel, el tono de la voz, y el llanto, fueron el pretexto para ser condenados por el único “delito” de migrar.
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