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Deportado hondureño y su relato de una vida interrumpida

Publicado el 23 de febrero de 2016
por El Heraldo en El Heraldo 

Estados Unidos

La policía detuvo a Kelvin Villanueva una noche de junio cuando estaba a punto de llegar a casa. Llevaba el foco trasero roto. Desde la camioneta podía a ver a su novia, Suelen Bueno, que, como casi todas las noches que trabajaba hasta tarde, lo esperaba tras la puerta de vidrio de su apartamento. Villanueva era el encargado de un equipo de carpinteros hondureños —todos inmigrantes indocumentados, al igual que él— que trabajaba jornadas de 12 y hasta 14 horas seguidas de construcción en Kansas City. Aunque Villanueva nunca había sido detenido en 15 años, Suelen se preocupó. La amenaza de la deportación no disminuye con el tiempo. Lo que sí aumenta es lo que tienes por perder.

Antes de que Bueno llegara a la escena, Villanueva ya había sido arrestado. Lo entregaron a la agencia de autoridad migratoria (ICE, por su nombre en inglés), que lo tuvo cuatro meses dando vueltas por diferentes prisiones y centros de detención. La mayor parte del tiempo la pasó en una cárcel del estado de Misuri en la que latinos y negros se peleaban entre sí casi por rutina. Villanueva trató de encerrarse en sí mismo leyendo y dibujando. Salía poco de su litera. Llamaba a Suelen y a los niños todos los días. Se habían conocido siete años antes en una liga de fútbol para adultos cuando ella ya tenía una hija y un hijo pequeños. Juntos tuvieron una pareja más. Villanueva no hacía diferencias y trataba a los hijos de su novia como si fueran suyos. Ahora, cada vez que ellos le preguntaban cuándo estaría de vuelta, solo podía responderles: “Pronto”.

Suelen, que tampoco tenía papeles de residencia, no podía ir a visitarlo. Pero consiguió un préstamo para pagar un abogado experto en cuestiones migratorias que formalizó una solicitud de asilo en nombre de Villanueva. Antes del juicio que decidiría su situación legal en el país, una funcionaria de asilo lo entrevistó para determinar si el miedo a regresar a Honduras por una posible persecución contra él era creíble. ¿Estaría en riesgo por su raza, religión, grupo social u opiniones políticas? La respuesta tendría mucho peso sobre la decisión del juez de suspender la deportación o autorizarla. La entrevista fue por teléfono desde la prisión y a través de un intérprete. Lo primero que le preguntó fue por qué había emigrado a Estados Unidos.

Kelvin Villanueva con su abuela, la mujer que lo crió, durante un servicio en la iglesia de su tío.

“Para vivir y trabajar”, respondió Villanueva, “porque en mi país es muy difícil”.

“Difícil” podría considerarse un eufemismo. Honduras es uno de los países más pobres y violentos de América Latina, y San Pedro Sula, de donde es Villanueva, ha sido la ciudad con más homicidios en el mundo durante cuatro años seguidos. (Solo en 2014, 1319 de sus 769.025 habitantes murieron asesinados). La mayor parte de esa carnicería está vinculada a las pandillas. En los años 80, una ola de refugiados huyeron de las guerras civiles en El Salvador, Nicaragua y Guatemala. Muchos se establecieron en Los Ángeles, donde las pandillas no dejaban de crecer. Entre los centroamericanos, dos organizaciones establecieron una rivalidad despiadada: la Mara Salvatrucha y el Barrio 18. En la década de los 90, una política de mano dura contra el crimen tuvo como consecuencia un proceso de deportación masiva de pandilleros hacia lugares que no estaban preparados para recibirlos. En países débiles y corruptos como Honduras, ambas pandillas se multiplicaron a través de una política de alianzas que no pasaba solo por la clase política y la policía, sino también por los carteles de la droga de México y América del Sur. El narcotráfico alimentó la guerra entre los pandilleros y les dio acceso a grandes cantidades de dinero y armas. En San Pedro Sula, como en tantos otros lugares por toda la región, la abundancia de recursos disponibles para el crimen y la impunidad rampante se tradujeron en más asesinatos, torturas y violaciones.

Esa violencia se coló también en casa de Villanueva: su padre era alcohólico y le pegaba a su madre, quien huyó a otra ciudad y lo dejó, junto a sus tres hermanos menores, al cuidado de su abuela y sus tíos. Eran tan pobres como religiosos. Uno de los tíos era pastor en una iglesia evangélica y otro trabajaba con un grupo de jóvenes. Para contribuir a la economía familiar, Villanueva abandonó la escuela a los 12 años y comenzó a trabajar. A los 16, otro tío que vivía en Kansas City le prestó el dinero para pagar un coyote que le ayudara a cruzar la frontera de Estados Unidos. También le prometió un trabajo en una fábrica de cristal haciendo ventanas. Su familia en San Pedro Sula apoyó la decisión. Miembros del Barrio 18 habían estado presionándolo para que se les uniera. Ya lo habían golpeado por negarse.

Cuando Villanueva describió el incidente durante su entrevista de petición de asilo, la funcionaria le preguntó: “¿Cómo sabes que eran de la 18?”.

“Tenían tatuajes con el número en la cara y las manos”, respondió. “Las casas en las que viven están marcadas con el mismo número”.

Más tarde, Villanueva describiría la tortura y asesinato de su tío, el que trabajaba con los jóvenes en la iglesia a la que iba su familia: desapareció en 2013, después de quejarse ante la policía porque el Barrio 18 estaba molestando a los chicos de su grupo; pocos días después, su cuerpo apareció en el río Chamelecón. Según los investigadores, las heridas que tenía por todo el cuerpo eran de las que provoca un picahielos.

“¿Cómo sabes que la pandilla tiene conexiones con la policía?”, le preguntó también la oficial de asilo.

“En mi país todo el mundo lo sabe”, respondió.

“Su abogado ha presentado un artículo que explica que la policía capturó a un miembro del Barrio 18”, señaló la oficial. “Si la policía trabaja con la pandilla, ¿por qué arrestarían a sus líderes?”.

“Detienen a los líderes para que la gente de las comunidades piense que hacen su trabajo. Pero en un par de semanas están libres”.

“¿Por qué los liberan después de una o dos semanas?”.

“Esa es la pregunta que se hace todo el mundo en Honduras”.

“¿Hay algo más que te provoque temor en Honduras?”.

“No, solo perder la vida”.

Aunque la oficial pensó que Villanueva era una persona creíble, no lo consideró apto para recibir asilo. El juez estuvo de acuerdo. Lo enviaron a Luisiana, donde abordó un avión con otro centenar de hondureños. Iban esposados de pies y manos, con las cadenas pegadas a la cintura y escoltados por hombres armados. A medio camino les dieron unos sándwiches y unas galletas en envoltorios individuales. La mayoría tuvieron que abrirlos con la boca.

El aeropuerto de San Pedro Sula, a las afueras de la ciudad, recibe aviones cargados de personas como Villanueva varias veces por semana. Allí les quitan las esposas, los hacen caminar por la pista y los llevan hasta un centro de procesamiento donde les devuelven sus pertenencias. Una vez afuera, familiares y amigos esperan en la sombra a que se abran las puertas por las que los deportados van saliendo uno a uno. Los taxistas regatean los precios, los cambistas agitan fajos de lempiras para cambiarlos por dólares. La gente se emociona al hablar por teléfono.

En los últimos cinco años, Estados Unidos ha deportado a más de medio millón de hondureños, guatemaltecos y salvadoreños. Muchos de ellos, como Villanueva, han tenido que despedirse de sus hijos. Aunque las autoridades migratorias dicen que seleccionan a quienes han violado la ley para deportación, la mayoría de los centroamericanos no tiene antecedentes penales. Y de los que sí los tienen, la mitad han recibido una multa de tránsito o han cometido un delito migratorio (entrar al país de manera ilegal, por ejemplo). En el aeropuerto, a la mayoría de las personas con las que me encontré las habían capturado cruzando la frontera. Esto quiere decir que en muy poco tiempo habían pasado por dos experiencias penosas: su travesía por México (durmiendo en albergues, caminando por el desierto, tratando de evitar asaltantes, secuestradores y violadores) y luego el tiempo que pasaron detenidos por las autoridades migratorias en Estados Unidos.

Cuando entran al centro de procesamiento, les dan café y baleadas (una especialidad hondureña a base de tortillas y frijol). El personal se dirige a ellos como “señor” y “señora”, les gastan bromas y dicen “por favor” y “gracias”. Hay voluntarios que entrevistan a los deportados. Un día me senté al lado de uno de los voluntarios: Dennis Abraham, de 30 años, un carpintero que también canta, de ojos grandes, con el pelo por los hombros y un chongo estilo samurái. De su cuello colgaba la tarjeta de una empresa que gestiona un centro de procesamiento de migrantes en Texas donde él había estado detenido dos meses antes. Cuando los recién llegados se sentaban frente a él, Abraham les sonreía, les señalaba la tarjeta y decía: “Somos iguales”.

Abraham viajó a Estados Unidos por primera vez a los 16 años con su madre, María. Se pasaron dos meses agarrados al techo del tren de mercancías que se dirige al norte. Cuando por fin atravesaban el río Bravo por una de sus partes más profundas, la corriente los separó. María consiguió llegar al otro lado. A Abraham, que apenas sabía nadar, se lo llevó la corriente. Desconcertado, se entregó a las autoridades mexicanas. De vuelta en Honduras no tenía manera de comunicarse con María y no había nadie que pudiera cuidarlo. Así que decidió ir a buscarla. Fue detenido y deportado de México siete veces. “La octava vez me hicieron esto”, dijo estirando el antebrazo que tenía una serie de cicatrices en forma de cruz. Los Zetas, uno de los carteles más importantes de México, uno de los que más secuestran y extorsionan, lo habían agarrado en el tren. No querían creer que Abraham no podía pedirle a nadie que pagara un rescate por él y lo dejaron atado en una habitación sin luz en la que lo golpearon, se mearon en él, lo cortaron con machetes, lo amenazaron con castrarlo y lo obligaron a pasar por ejecuciones falsas. Al final, lo dejaron trabajar lavando sus autos para pagar su propio rescate y durmió en la calle durante ocho meses.

Eso pasó hace casi diez años. Después, Abraham llegó a Estados Unidos, encontró a su madre, se casó con una estadounidense, tuvo dos hijos y acabó deportado.

Mientras mostraba fotos de sus hijos en su teléfono lo dejó claro: “No tengo opción, tengo que subirme al tren otra vez”.

Fui testigo de cómo Abraham entrevistaba a media docena de deportados y decía la verdad: eran como él. A un trabajador del campo que tenía tres hijas en Estados Unidos y se dirigía al pueblo en el que vivía su madre le preguntó: “¿Hay alguien que pueda hacerte daño hacia donde vas?”.

“Sí”, dijo, quitándose la gorra y frotándose la cara con las manos. “Pero tengo que asumir el riesgo, no tengo otro lugar a donde ir”.

“¿Entonces tienes miedo de ir?”.

“Sí”.

“¿Pero vas a ir igual?”.

“Por supuesto”.

El campesino, como todos los que bajaron del avión, parecía agotado y desorientado. En general me dio la sensación de que los deportados no se dejaban convencer por la exhibición de decencia de los voluntarios. La desconfianza se había instalado en ellos. La transición de un lugar a otro era demasiado brusca. Algo seguía fuera de lugar. Por supuesto que ser liberados de la custodia de la autoridad migratoria de Estados Unidos los tranquilizaba, pero estar de vuelta en Honduras los espantaba.

El mismo día, más tarde, en una pulpería frente al centro de procesamiento, conocí a un hombre hecho un manojo de nervios. Se llamaba Bayron Cardona. Me contó que tanto él como su mujer, Belky, habían logrado cruzar el río Bravo, pero la patrulla fronteriza los intimidó tanto que decidieron dar media vuelta y cuando cruzaban a México los detuvieron. Acababan de terminar la universidad, tenían poco más de veinte años y un año antes habían abierto una tienda de reparación de computadoras en un edificio del padre de ella. Su colonia era territorio de la Mara Salvatrucha y los pandilleros no tardaron mucho en llegar a pedir el impuesto de guerra, una de las fuentes de ingresos más habituales de las pandillas en Honduras. En la zona, todos los negocios ya estaban pagando. La cantidad que les pedían era más de lo que podían pagar. Cuando se demoraron con la primera entrega, la MS-13 amenazó con matar a Bayron. Cardona y Belky fueron entonces a la Embajada de Estados Unidos, pidieron visas y se las negaron. Entonces avisaron a la policía. “Nuestro gran error”, como lo definió Cardona. El mismo día, después de que la pareja cerró la tienda alguien deslizó una nota bajo la persiana metálica. Una carta impresa que decía, entre otras cosas: “Si no nos pagas ese dinero va atenete a las consecuencias perro i preparando las tumbas para que entierres a tus hijas, ya sabemos donde trabaja cada una tenemos todo de ustedes. Llama a tu casa para que veas ”. Cardona y Belky lo hicieron. Vivían con el padre de Belky. Minutos antes, les dijo, dos hombres en moto habían pasado por delante disparando al frente de la casa.

Pocas semanas después, la pareja se bajó de una barca en la orilla del río en Texas. Era de noche. Vieron arbustos, detrás había una carretera, después una valla y más allá una autopista. El coyote les dijo que en la valla había un hoyo por el que podrían colarse. Cardona y Belky se escondieron entre los arbustos. Camionetas de color verde y blanco iban de un lado a otro de la carretera, había policías patrullando con perros y a caballo. Un helicóptero comenzó a volar bajo. El rotor de la nave aplastaba la hierba, sus aspas giraban como cuchillas. Los descubrieron.

El resto de la noche y el día siguiente, Cardona y Belky fueron testigos de cómo un migrante tras otro trataba de salir en carrera y era atrapado. A veces, mientras corrían, los perros se les enganchaban a los pantalones. No habían dormido y estaban deshidratados. Belky le dijo a Cardona que quería regresar. Tenían visas mexicanas, podrían quedarse allí o buscar otro país. Cardona llamó al coyote y le pidió que enviara una barca para recogerlos. Estaban en el agua esperando a que llegara cuando otra lancha les apuntó con una linterna. Desde la orilla un oficial a caballo galopó hasta acercarse a ellos y les dijo que se quedaran quietos.

En una estación de la patrulla fronteriza en McAllen los separaron. A Cardona lo pusieron en una celda con otros hombres. Se morían de frío. Los migrantes la llaman la Hielera. Pusieron una papelera justo debajo del ventilador del techo para que capturara al menos algo del aire congelado que desprendía. A los dos días, a Cardona lo transfirieron a un centro de detención donde le dijo a uno de los oficiales que él y su mujer querían pedir asilo. El oficial le pidió el nombre de Belky. Al día siguiente, la deportaron. Una semana después, lo deportaron a él. Cuando lo conocí en el aeropuerto de San Pedro, no había visto a Belky desde el día de la detención.

Bayron y Belky Cardona abrieron una tienda de reparación de computadoras en San Pedro Sula pero los pandilleros no tardaron mucho en llegar a pedir el impuesto de guerra, una de las fuentes de ingresos más habituales de las pandillas en Honduras.

Unos días más tarde, visité a la pareja en casa del padre de ella. Me encontré con Cardona en un restaurante cercano para que pudiera mostrarle a mi conductor el camino a través de su colonia. Estaba inquieto. Su suegro había pagado la mitad del impuesto de guerra que le debían a la MS-13 y le había dicho a los pandilleros que la pareja estaba en Estados Unidos. Cardona no sabía qué pasaría cuando descubrieran que estaban de vuelta. Se cambió el pelo, se dejó barba y llevaba anteojos en vez de lentes de contacto. Pasamos frente al edificio donde había estado su negocio. Había una barbería en su lugar. En su calle, un “bandera” de la pandilla, un adolescente, nos miró fijamente. La regla cuando se entra a territorio de la pandilla es que hay que bajar las ventanillas para que puedan ver quién va dentro del automóvil.

Al subir las escaleras de la entrada de su casa, Cardona señaló los agujeros que la balacera había dejado en las paredes. Entró y salió con la carta con la que los habían amenazado de muerte por debajo de la puerta de la tienda. Su suegro también había encontrado un casquillo de bala, de una nueve milímetros, y probablemente todavía lo tenía guardado, me dijo. Le contesté que no hacía falta, que no necesitaba verlo. Belky salió y nos sentamos entre dos perros amarrados con cadenas que no dejaban de ladrar. A uno le salía un bulto de la frente que dolía solo con verlo. Alguien lo había golpeado con un bate o un tubo, me explicó Cardona, mientras les robaban los tanques de gas de la casa.

Belky lloró varias veces mientras hablábamos. En McAllen, me dijo, también la metieron en una Hielera. Allí estuvo tres días con otras mujeres y sus niños. Hasta un bebé recién nacido con su madre, que se recuperaba de una cesárea. Les dieron mantas térmicas para combatir el frío. Todas dormían en el suelo. No había duchas y en el único baño disponible había una cámara de vigilancia. Les dan dos sándwiches al día a cada una.

Belky me dijo que cuando les explicó a los guardias que quería pedir asilo, le respondieron que no tenía derecho a hacerlo, “te hacen firmar papeles en inglés y no sabemos lo que estamos firmando”.

Ni Cardona ni Belky creían que estaban seguros si se quedaban en Honduras. Pero Belky, que no había salido de casa desde su llegada, una semana antes, no quería regresar a Estados Unidos. Para ella la experiencia había sido, sobre todo, profundamente humillante. Antes de despedirnos, describió cómo la metieron en una habitación en McAllen en la que varios agentes miraban una serie de pantallas que mostraban imágenes de algún lugar de la frontera. “Se reían de nosotras”, dijo resentida. “Uno de ellos se jactaba de cuánta gente había atrapado. Miran a la gente que cruza y se ríen de nosotros”.

Los visité de nuevo un par de semanas más tarde. Manejábamos por su barrio y pasamos junto a un grupo de hombres que rodeaban a otro que estaba en cuclillas. Le pegaban en la cabeza con los nudillos, no demasiado fuerte, con una moderación extraña. Es el modo que tiene la pandilla, me dirían más tarde, de darle un buen aviso a uno de los suyos.

Belky me contó que aún no se atrevía a poner un pie fuera de casa.

Cuando lo vi en el aeropuerto, Villanueva estaba sentado en una mesa de madera en la pulpería bebiendo una Pepsi. Levantó la botella y vi que tenía un tatuaje en la mano. Un nombre: “Haley”. Llevaba una gorra azul de los Kansas City Royals. Junto a los pies, una bolsa de deporte.

Después de hablar un rato le pregunté si alguien vendría a recogerlo.

Villanueva rio con toda la intención. “No creo”. Pelo rizado y revuelto, poca barba y los dientes un poco separados. Quizás eso le complicaba hablar. Le propuse llevarlo a donde tuviera que ir y aceptó.

En San Pedro Sula llama la atención la cercanía, casi intimidad, en la que conviven la pobreza extrema y la ostentación. A un lado del río, un centro comercial de varias plantas con valet parking, al otro, selva y casas de madera. De camino a donde vive su familia, pasamos cuadra tras cuadra de mansiones recargadas y escondidas tras muros altísimos. Sobre los muros, alambre de púas. Sobre el alambre, cables electrificados. En las puertas, hombres con armas largas.

“Mira eso”, no dejaba de decirme Villanueva. Ya lo habían deportado una vez antes, en 2008 y solo estuvo en San Pedro Sula dos semanas antes de regresar a Kansas City. La ciudad ha cambiado mucho desde entonces. Comenzamos a avanzar por una calle empedrada que llevaba a una zona pobre con vegetación exuberante. Por todas partes, chabolas armadas con trozos de metal recuperados de otros lugares. Villanueva iba a quedarse con su tía Marta en una cabaña de madera en un terreno rocoso lleno de hierbas, al menos crecían algunos mangos cerca. En cuanto nos bajamos del auto, comenzó a sonreír.

Lo dijo en inglés. “Se me hace bien raro estar aquí”.

Regresé unos días después y me encontré a Villanueva sentado sobre una roca hablando con su hijo pequeño por el celular. “No, mi amor, no puedes venir”, le decía. “Pórtate bien, ¿ok? No pelees con tus hermanas, ¿entendido?”. Cuando colgó me dijo: “No sé cómo explicárselo”.

“¿No lo saben?”.

Movió la cabeza a los lados. “Piensan que estoy trabajando”.

A la chabola se entra apartando una sábana que tapa la puerta. Así fue como apareció un chico con el pelo lleno de gel y una camiseta apretada. Era el hermano pequeño de Villanueva, Óscar. Lo detuvieron por conducir embriagado y lo habían deportado hace poco. Me contó que en Colorado tiene una mujer, una hija y un hijo. Que todos son ciudadanos de Estados Unidos.

Villanueva aparentaba tener un humor sorprendente cuando nos vimos en el aeropuerto y hasta ese día todo seguía igual. Aunque lamentaba la situación, también se reía de ella. Pero Óscar era mucho más hosco. Hablaba tan bajo que costaba oírlo y cuando le pregunté cómo lo llevaban sus hijos sin él, bajó la cabeza, susurró: “Esos niños”.

Lloró.

En la chabola de Marta vivían cinco personas. La zona de cocina y la de dormir, separadas por sábanas. Por las noches, Óscar y Villanueva ponían unos colchones en el suelo. Casi nunca salían. Ninguno se acostumbraba a los peligros de la ciudad en la que habían crecido. La carnicería diaria a la que los habitantes de San Pedro Sula se han habituado aún les preocupaba a ambos hermanos, lo mismo que a cualquier estadounidense. Una mañana los invité a desayunar y nos encontramos una escena de crimen rodeada de cinta amarilla a pocas cuadras de su casa. Un cuerpo yacía bocabajo sobre una acera y otro en la calle. Podían distinguirse trozos de carne entre la sangre y alrededor de las cabezas. Los investigadores forenses de bata blanca habían colocado esas piezas amarillas de plástico con las que se señalan los casquillos que han matado a alguien. Había 47. La escena no parecía impresionarle demasiado a la poca gente que miraba. Muchos de los que pasaban por delante ni se molestaban en hacerlo.

“Hacía mucho que no veía eso”, dijo Villanueva.

“Bienvenido a Honduras”, dijo Óscar.

Horas más tarde los llevé de regreso a su casa. Pasamos de nuevo frente a la misma escena. La gente se había dispersado y los investigadores ya no estaban. Los cuerpos seguían allí. Nadie los había cubierto y los autos pasaban como si nada.

El contraste entre la realidad de San Pedro Sula y el pequeño mundo que se había creado la familia de Villanueva me sorprendió siempre que los visité. En tres casas vivían 15 familiares. A menudo se reunían al caer la noche alrededor de un sofá viejo y unos bancos frente a la chabola de Marta. Al lado, uno de esos autobuses escolares amarillos. En las ventanas se leía “Dios bendiga Honduras” y “No te des por vencido”. Los niños jugaban a empujarse alrededor de unos cubos y unas llantas sobre antiguos cimientos agrietados, ya rodeados por la hierba. La abuela de Villanueva cocinaba baleadas o arroz y frijoles sobre unas brasas que ardían en una parrilla hecha con un trozo de cemento. Perros y gatos merodeaban pidiendo las sobras. Todos reían. Siempre.

Una noche, charlando con Villanueva y Óscar, escuché un violinista tocando una pieza que no conocía (no sé nada de música clásica) pero cuya belleza me sorprendió. Villanueva me llevó más allá de donde estaba el autobús, entre árboles, hasta una casita alejada de la carretera. Vimos a su prima, de 22 años, sentada bajo una bombilla en el porche de una casa, concentrada en la interpretación. Mientras tocaba —luego me explicaría que el compositor era Mozart— sus dos hermanas pequeñas salieron de la casa, violín en mano.

Una de ellas también tocaba el teclado en el grupo de la iglesia de la familia. Acabé yendo con Villanueva a uno de los servicios. Cuando terminó, otro de los primos manejó el bus para llevar a los fieles a sus casas. Estaba tan lleno que muchos tuvieron que ir de pie. Avanzábamos por esos barrios privados, fortificados, para adentrarnos después en las colonias en ruinas donde vivían los miembros de la congregación. La energía y felicidad del grupo llamaban la atención. Cada vez que alguien se bajaba, besaba y abrazaba a cada pasajero a modo de despedida. Tanta buena voluntad no parecía normal. Nos llevó un par de horas atravesar la ciudad. En esas dos horas pasamos delante de dos escenas de crimen marcadas por cinta amarilla y vimos un asalto: unos doce adolescentes le pegaban a alguien que se retorcía en el suelo.

Villanueva tenía poco más que hacer que asistir a la iglesia. El momento más importante de su día, la llamada telefónica del mediodía a su novia y a los niños. Ni él ni Suelen les habían contado lo de la deportación. Brianna, que cumplió 10 años el día antes de que lo deportaran a Honduras, y Jesse, de ocho, lo llevaban mejor que sus hermanos pequeños. Haley —sí, el nombre que Villanueva lleva tatuado—, de cuatro años, estaba muy apegada a él. Lo esperaba despierta con Suelen cuando llegaba tarde del trabajo. Ahora se negaba a irse a dormir para estar despierta por si regresaba. El niño de tres años, Jordi, era introvertido. Dormía todo el día y casi no hablaba.

Suelen, que había decidido quedarse en casa con los niños cuando comenzaron a vivir juntos, había vuelto a trabajar. Limpiaba un edificio siete días por semana mientras su madre cuidaba de los niños. Llegaba a casa alrededor de las 2:00 de la mañana, se levantaba a las 7:00 para prepararlos para la escuela, recogía a Haley al mediodía, les hacía la comida, iba a buscar a Brianna y Jesse a la parada de autobús a las 16:30, hacía la cena a las 18:00 y regresaba al trabajo cuando su madre llegaba a eso de las 20:00.

Villanueva moría por saber si había alguna posibilidad de regresar con ellos de manera legal. Sus primeros días en Honduras parecía optimista. El abogado especialista en temas migratorios que había contratado para llevar el caso había apelado la decisión y Suelen creía que tenían posibilidades. La apelación iba a costarles 5000 dólares después de los 4750 que ya se habían gastado y los 8000 que tenían que pagar a plazos. Pero si la posibilidad era real, ya encontrarían el dinero.

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