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El extractivismo académico y la necesidad de metodologías solidarias en el estudio de la migración

Publicado el 22 de agosto de 2023
por Ariadna Estévez en BLOG EL COLEF "OBSERVATORIO MIGRANTE"

Hace casi quince años entrevisté en Estados Unidos a una solicitante de asilo que había perdido a tres de sus hijos a manos del ejército y la delincuencia organizada en Chihuahua. La mayor parte de mi investigación había estaba basada en archivos legales y entrevistas con abogadas de refugio, pero mi contacto principal en el bufet legal donde me permitieron revisar expedientes me dijo de la oportunidad de entrevistar a una de las personas cuyo caso investigué a profundidad. No sabía si hacer la entrevista porque leer sobre las tragedias que subyacen los casos de refugio de mexicanos me estaba afectando a nivel emocional. Lloraba en cada caso de hijos e hijas asesinadas y desaparecidas, de maltrato de las autoridades migratorias y de asilo hacia infantes, victimización sin fin mujeres que sufren violencia sexual y de género. Me reclamé mi supuesta debilidad y falta de objetividad como investigadora, y me forcé a hacer la entrevista.

Conforme transcurría la charla y la mujer contaba su historia -me dio la impresión de que era algo que había hecho una decena de veces- su voz era estable pero su mirada estaba perdida. Mientras hablaba, sus ojos me decían que tenía la mente en otro lado. Veía fijamente la pared de su casa, que estaba frente a las vías del tren en El Paso, Texas. Así se quedó cuando terminamos de hablar: en silencio, la mirada fija en la nada, sin lágrimas, una tristeza desbordada y seca.  A finalizar la conversación me di cuenta de que lo que sentía no tenía que ver conmigo como investigadora, después de todo hacía veinte años había dejado el periodismo porque no podía hacer entrevistas a personas en duelo ni se me daba la gana entrevistar a representantes del gobierno que violaban derechos humanos. Nunca he sido la descripción gráfica de la objetividad positivista.

Mientras apagaba mi grabadora y me levantaba, vi a la mujer que se quedó sentada con los dedos entrelazados sobre las piernas y la mirada hacia abajo. Sentí una enorme vergüenza conmigo misma. Estaba registrando una historia que ilustraría un capítulo de mi libro, un texto que con seguridad me llevaría al siguiente nivel de estímulos en mi universidad o en el Sistema Nacional de Investigadores. Mientras tanto, la mujer seguía igual: sus tres hijos muertos, desarraigada de su tierra, esperando la benevolencia de las autoridades migratorias de Estados Unidos. Decidí que no usar la entrevista era lo más humanamente decente que podía hacer. No sabía en ese momento que me estaba negando al extractivismo académico, pero eso fue lo que hice.

Hace unas semanas sentí lo contrario a esa experiencia mientras hacía trabajo voluntario en el albergue FM4 Paso Libre, en Guadalajara. Me fui dos semanas con mis dos hijos para darle al adolescente una lección sobre los privilegios con los que vivimos. Gracias a mi trabajo docente tengo las amistades más maravillosas y en este caso me colgué del lazo entrañable que me une a mi ex tesista Luis Enrique González Araiza, director del albergue, para llevar a cabo este plan. Iba sin agenda académica alguna, me entusiasmaba la idea de descansar la mente pelando papas y oyendo música en mis audífonos -algunos se relajan limpiando o lavando trastes, yo veo una ventaja terapéutica en el pelado de papas. Pero la experiencia resultó más enriquecedora de lo que pensé, entre otras cosas porque me hizo pensar en las posibilidades de metodologías no extractivistas para la investigación en migración.

Durante dos semanas fui recepcionista, capturista de datos, hice agua de piña y de guayaba, limpié un refrigerador intimidante, doblé y clasifiqué ropa. También serví de desayunar a los migrantes, llevé a cargar sus teléfonos, les escogí tenis de su número pensando en esos pies que recorren cientos de kilómetros en busca de futuros posibles y escapando de pasados indecibles. También vi a una joven madre desvanecerse cuando comunicó que su hijito de la edad de mi adolescente había fallecido después de tres semanas en un hospital. Jugué y le di toda la ternura posible a los dos hermnitos que le sobrevivieron.

Entonces, frente a mí, se fue revelando un campo que no busqué. Un paisano y yo lavamos trastes y desayunamos juntos un par de mañanas en las que me contó cómo había tenido que irse de su natal Puerto Vallarta. Se arrepentía de abandonar a sus hijas y se había propuesto reivindicarse como papá. Yo le conté que estaba allí dos semanas de voluntaria con mis hijos y le confesé que nunca había comido iguana ni armadillo. Reímos juntos. Conmovido por mi decisión de hacer trabajo voluntario en vez de irme a la playa dos semanas de mis vacaciones, el paisano me dio su receta para zarandear camarones. Al final quien se conmovió fui yo.

Luego mi adolescente me hizo huelga porque él estaba trabajando y lo del voluntariado era mi idea, no la suya. Quería que le pagara. En ese momento tenía frente a mí a varias personas venezolanas y colombianas, y les pedí, de la nada, a bocajarro y botepronto, que le contaran a mi culicagado porqué estaban allí esa mañana. Le contaron su travesía por el Darién, cómo los criminales les piden piso a empresarios modestos, cómo Estados Unidos los deportó por Monterrey después de admitir a sus familias y a ellos no, cómo estaban esperando agarrar La Bestia el día siguiente para llegar a Tijuana e intentarlo todo otra vez. Una de ellas nos contó cómo fue rescatada de la corriente en la selva por esos compas que se volvieron sus guardianes. Los ojos como plato, mi adolescente aceptó el pago mínimo y siguió yendo al albergue la siguiente semana. Otra ocasión, desayunando con la familia a la que recibí unas horas antes en la recepción, aprendí que la escasez de recursos entre migrantes los lleva a pelearse entre ellos en los albergues. Me contaron cómo es la vida con un hijo chileno siendo de Haití. Asimismo, mi pana al que le mostré una fila interminable de tenis hasta que se probó los que le quedaron como guantes, me dio con entusiasmo una clase de cómo operar CBPOne, sus trampitas, sus hacks.

Yo no busqué nada de esta información, me la obsequiaron con generosidad. Efectivamente son datos que no provienen de una muestra definida por características sociodemográficas o nacionales. Tampoco tienen una intención metodológica, no van a ninguna hipótesis y ni siquiera persiguen objetivos generales o particulares. Sin embargo, me abrió el mundo, los ojos y la mente a cosas que no buscaba y ni siquiera sabía que me interesaba saber o que ocurrían. Una vez en mi poder, esa información me ha dado material invaluable para mi nuevo proyecto de libro que versa sobre los distintos momentos e instancias de explotación de los migrantes en el capitalismo de la vigilancia. Si hubiera ido a probar mis hipótesis jamás habría pasado por estos datos. No llegué con preguntas de investigación ni con ánimo de exploración ni observación participante, pero el mundo de datos me tocó el hombro para voltear a verlo.

Terminadas mis dos semanas de voluntaria en FM4 reflexioné sobre lo que motivó a las migrantes que conocí a compartir tan generosamente conmigo sus experiencias, emociones, conocimientos y tiempo. La respuesta de sentido común es que no pensaban que estaban con una investigadora, no se sentían que yo fuera a saquearlos o explotarlos. Sólo platicamos. No obstante, esa respuesta no es suficiente para reflexionar sobre el extractivismo académico y los problemas éticos de nuestras metodologías positivistas frente a los aspectos emocionales y humanos de un campo de estudio plagado de sufrimiento como es la migración forzada. Para responder a mi duda metodológica me vino bien recordar lo que decía Michel Foucault respecto de los discursos expertos y sus autoridades y lugares de enunciación. Foucault decía que para que un discurso experto tenga sus efectos de verdad lo deben operacionalizar sus especialistas en los lugares indicados. En mi entrevista con la solicitante de asilo en Texas y las pláticas e intercambios con las personas transmigrantes en Guadalajara hace unas semanas, no fueron ellos sino yo quien estuvo en lugares completamente diferentes. Yo, la autoridad de enunciación del discurso académico en la entrevista en Texas, yo, la pana que es mamá y da clases en la UNAM en Guadalajara.

En primer lugar, no sólo no me presenté como académica, sino que no actué como una y ni siquiera tuve los objetivos de una. Estuve allí para servir sin esperar nada de nadie. Hice lo que se me ordenó en el esquema de voluntarios: puse comida en el plato frente a mí sin importar si era otra voluntaria, una migrante, una abogada. Llené bolsas de comida y busqué por todos los medios hacer las cosas fáciles para las personas, en el mismo espíritu de FM4 -a diferencia de otros albergues, aquí se valora mucho la calidad de vida, desde la limpieza y la disciplina, hasta el esparcimiento y comer bien. La palabra clave aquí, creo, fue servir. Como académicas nos sentimos como iluminadas por el saber y creemos que el laboratorio social debe abrirse para nosotras porque estamos produciendo conocimiento y éste es un valor superior en sí mismo. Creemos. La verdad es que esta arrogancia nos separa del mundo, o en nuestra jerga, del sujeto de estudio. Creo que eliminar el extractivismo pasa por renunciar al rol y lugar de enunciación académicos y servir a las personas. El servicio y no la distancia es lo que permite que los datos se muestren objetivamente en la forma de generosidad, agradecimiento o compasión, no como una cuota que nos dan porque somos autoridades académicas.

En segundo lugar, no busqué datos, se manifestaron. Esto es más parecido a los laboratorios de las ciencias exactas que a la objetividad en las ciencias sociales. Los biólogos no van por allí pidiéndole a un hongo o un cultivo viral que responda preguntas o se ciñan a una encuesta. Los seres vivos se manifiestan en los parámetros del contenedor que los sostiene. De esta forma, en un albergue, las personas me compartieron lo que sus circunstancias les permitieron o los incentivaron. Yo no extraje nada, recibí lo que me dieron, lo que mi propia generosidad y servicio les provocó darme, si acaso quisieron darme algo porque no hicimos más que convivir. Tampoco tomé notas ni grabé nada. Escuché, miré, me conmoví y me emocioné como se demandaba mi lugar de voluntaria. Luego comiendo con mis hijos o platicando con mi pareja reflexioné sobre la relevancia de todo esto en mi investigación, pero como un pensamiento, no como como un reporte de investigación. No tengo una disyuntiva ética porque no estoy usando sus nombres ni sus historias ni sus pensamientos para escribir un artículo o un libro. En pocas palabras no usé a las personas para mi beneficio. Lo que me compartieron lo he procesado en mi cerebro y mi responsabilidad es tener la inteligencia suficiente para hacer algo con esa reflexión. Depende de mí, no del campo.

Mi reflexión final sobre estas experiencias está plagada de preguntas: como investigadoras de migración ¿estamos estancadas en metodologías extractivistas que se justifican o legitiman en una supuesta objetividad positivista que exige una réplica de los resultados y una muestra representativa de los sujetos? ¿Estamos usando metodologías desfasadas de la realidad? ¿Nos estamos aferrando a las supuestas certezas de una metodología que nos exige extraer historias y datos que revictimizan a las personas y las dejan sin soluciones mientras nosotras ascendemos en el escalafón académico? ¿No tendríamos que renunciar a los imperativos de objetividad del modelo científico que nos rige desde que Descartes escribió Discurso del Método en el siglo XVII?

Mi intuición es que necesitamos innovar la metodología de investigación de las migraciones de tal forma que cambiemos las técnicas de recolección de datos para no pasar por el extractivismo, la revictimización y la explotación. Hay que quitarse del lugar de enunciación académica, ir más allá de la empatía, es necesario ponerse en un lugar de servicio que nos iguale en la humanidad más básica si queremos obtener las materias primas que requerimos en las ciencias social. Es necesario, urgente, un giro en las metodologías con las que hacemos investigación en la migración. Tenemos que dejar de extraer y explotar, mentalizarnos para obtener lo que el laboratorio social nos quiera dar. Debemos suplir con trabajo analítico (vaya, que tenemos doctorados, para eso fuimos entrenadas) los sesgos de una investigación en contextos solidarios en lugar de extractivistas.

Si nos aferramos al positivismo, siempre está la opción de la retribución monetaria. La hija de una amiga hizo su tesis de licenciatura sobre trabajo doméstico y ofreció pagarles 150 pesos a las personas que tuvieran disposición de participar. Le dije a la persona que trabaja en mi casa -y a quien le pego de manera justa con prestaciones sociales de ley como corresponde- y le pareció atractivo. Tiempo después le pregunté si había participado y me dijo que sí, que además del dinero tuvo la oportunidad de hacer catarsis y reflexionar que cosas que había vivido en el pasado eran explotación laboral. Me pareció que la hija de mi amiga era una gran entrevistadora o alguien con un compromiso ético fundamental. Claramente fue las dos cosas.

A nivel profesional y no estudiantil hay muchos colegas que lamentan que los migrantes cobren por compartir sus historias. Algunos dicen que el pago compromete la objetividad, pero lo cierto es que muchas personas migrantes ya no están dispuestas a dar sus testimonios sin recibir nada a cambio porque saben que los académicos nos beneficiamos lo suficiente. Es verdad que el pago por entrevistas es un dinero que no se contempla en las becas o proyectos financiados, pero tampoco es que los académicos vivamos del sueldo mínimo. Si una tesista de licenciatura pudo costearse sus entrevistas sabiendo que era imperativo retribuir a sus sujetos, que los investigadores nacionales no veamos esto y no estemos dispuestos a poner de nuestros bolsillos o tiempo en un mundo como éste, me parece que es un indicador de que somos un gremio que disfruta demasiado de verse el ombligo.

Si creemos que la retribución económica nos acerca a un tipo de Starbucks académico, siempre está el cambio metodológico, y esa es mi propuesta final: cambiar el trabajo de campo por el trabajo voluntario y el servicio solidario.

Autora:

Dra. Ariadna Estévez

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