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Un millón menos
Un millón menos
Publicado el 5 de mayo de 2014
por Jorge Durand en La Jornada
El último reporte del Centro His¬pánico Pew afirma que entre 2007 y 2012 se redujo en 900 mil el número de migrantes irregulares mexicanos en Estados Unidos. Y para lo que va de 2014 la cifra habrá llegado al millón. Se afirma que la migración irregular ha vuelto a subir en Estados Unidos, pero la de origen mexicano sigue bajando. Cada vez son menos los que se van al norte de mojados y cada vez son más los deportados del interior de Estados Unidos.
Como suele suceder en el tema migratorio, las explicaciones son varias y complementarias, como son varios los factores y causas que la generan y perpetúan.
La teoría clásica de la migración explica la relación de dependencia entre oferta y demanda, por qué en un país hay exceso de mano de obra y carencia de capital, mientras que en el otro hay excedentes de capital y escasez de mano de obra.
En este contexto, se selló una alianza centenaria entre la oferta de mano de obra mexicana y la demanda estadunidense. Pero siempre coexistieron dos vías de acceso al mercado de trabajo, la del ingreso legal y la del subrepticio, ampliamente tolerado por Estados Unidos hasta 1993, cuando se inaugura el control y cerrazón de la frontera con la operación Bloqueo, que luego se llamaría Operation hold the line, porque decían que resultaba muy agresiva la expresión de bloqueo para los oídos mexicanos. Pero resultó peor el remedio, porque el nuevo nombre podría traducirse como sostener o defender la línea, que se refiere claramente a un principio de defensa militar y describe de manera clara y descarada el objetivo de militarizar la frontera.
Sí. Aunque usted no lo crea, hay un millón menos de migrantes irregulares mexicanos en Estados Unidos. Lo que puede significar muchas cosas: un éxito de la política represiva estadunidense; un estigma para Obama, que se ha ganado a pulso el título de deportador en jefe; una solución pragmática al grave problema del desempleo; un ejemplo más de la hipocresía de los gobiernos demócratas, y con respecto a la migración, una baja significativa en la tasa de crecimiento poblacional mexicano; un nuevo panorama en la relación y la disparidad salarial entre ambos países.
Para que la migración de un país emisor empiece a bajar se requieren dos requisitos estructurales básicos: la culminación del proceso de transición demográfica (baja de la tasa de crecimiento poblacional al nivel de remplazo, 2.1) y crecimiento económico sostenido que repercuta en un incremento sustancial del salario. La primera condición está a punto de cumplirse, sobre la segunda sólo tenemos promesas y la cruda realidad de un crecimiento de 2.3 por ciento en las últimas dos décadas. No es necesario compararse con China o Corea, sino simplemente con otros países latinoamericanos, para darnos cuenta de nuestra situación. Perú, Chile, Panamá, Colombia han podido crecer a un ritmo superior a 5 por ciento en la última década.
No es el crecimiento económico un factor que haya influido en la baja del flujo migratorio irregular. Por el contrario, sigue siendo un factor de expulsión. Lo que ha pasado es que la ida al norte se ha encarecido demasiado y ya no opera la remesa sistémica, aquella que servía como financiamiento y que enviaban los migrantes radicados en Estados Unidos para el viaje y el cruce subrepticio de sus parientes.
Por otra parte se han incrementado los riesgos en tres sentidos y a lo largo de toda la ruta migratoria: llegar a la frontera es cada vez más caro y peligroso por el control de las rutas migratorias que ejerce el crimen organizado; cruzar la línea es cada vez más costoso, riesgoso y complicado por la vigilancia y la militarización de la frontera; finalmente, si se llega a tener éxito y cruzar la frontera, persiste el riesgo en el interior de Estados Unidos por la sistemática persecución de migrantes, muy especialmente mesoamericanos.
No es que hayan mejorado los salarios mínimos en México; basta señalar los cinco pesos que se incrementaron este año. Lo que pasa es que se ha encarecido el cruce fronterizo irregular y ya no resulta rentable irse de mojado. Para aquel que tiene trabajo fijo, de tres o cuatro salarios mínimos al mes, ya no resulta tan atractivo ir a trabajar a Estados Unidos. Para el que gana menos de tres salarios mínimos, no hay modo de financiar el cruce fronterizo.
También ha cambiado el servicio de coyotaje, que antes era eficiente, barato y garantizado. Hace un par de décadas se pagaba contra entrega del migrante en el domicilio estipulado y sólo mediaba un contrato verbal. Ahora hay que dar anticipos, pagar derecho de paso, no hay seguridad ni garantía de nada y se pone en riesgo de ser extorsionado al familiar que va a pagar.
Para ganar un salario de mil dólares al mes en Estados Unidos, trabajando de lavaplatos, mejor ganar 400 o 500 dólares en México, lo que se compensa con creces por la diferencia en el costo de vida, el costo del viaje y el pago del coyote. Un peón de albañil gana mil 200 pesos a la semana y un maestro mil 700. En la ciudad de México una empleada doméstica puede ganar entre 250 y 300 pesos diarios y las que trabajan de planta sus salarios pueden variar entre 5 mil y 8 mil pesos al mes. En estos casos, la brecha salarial entre México y Estados Unidos ya no es un factor de atracción.
También entra en juego la calidad de vida. En Estados Unidos el migrante recién llegado, que no tiene experiencia y no sabe inglés, vive en condiciones muy difíciles y estresantes.
La pregunta que queda por responder es qué va a pasar cuando se recupere en serio la economía estadunidense y vuelva a demandar y devorar mano de obra barata. Hay tres alternativas: volver al pasado y tolerar hipócritamente la contratación de los que llaman ilegales, seguir con el proceso de deportación y abrir la puerta a la migración legal, o llevar a cabo una reforma migratoria que asegure la mano de obra necesaria para la marcha de la economía.
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