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Los rostros del campamento de migrantes africanos que crece en Tapachula, Chiapas

Los rostros del campamento de migrantes africanos que crece en Tapachula, Chiapas

Publicado el 25 de agosto de 2019
por Alberto Pradilla en Animal Político. Fotografía de Animal Político.

Filippe tiene un año y dos meses y duerme la siesta tirado en el suelo frente a la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, Chiapas.

Su colchón es una lona de dos por dos metros y un pañuelo grande doblado para que el piso no sea tan duro.

Son las 14:22 horas del sábado 24 de agosto. 33 grados de humedad tropical. El sol se abraza pegajoso, pero el pequeño Filippe, camiseta roja y pañal, duerme plácidamente bajo la sombra de otra gran lona de plástico que funciona de toldo, atada entre varios árboles y una farola.

A dos metros de distancia, parece que no exista terremoto lo suficientemente violento ni tormenta lo bastante salvaje como para despertar a Filippe, que sestea ajeno a todo.

Sentada, muy cerca, su madre (“llámeme Marie”) le vigila. Por ahí también anda su padre y sus seis hermanos, la mayor de 17 años. Todos ellos son de origen de la República Democrática del Congo. Huyeron de su país en 2013, cuando Filippe no era ni siquiera un proyecto. Se establecieron en Brasil durante casi seis años, en Río de Janeiro. Allí nació el pequeño que duerme tan a gusto tirado en el suelo. Desde mayo están nuevamente en ruta. Quieren llegar a Estados Unidos, o a Canadá, que siempre suena más amable, pero se encuentran atrapados en Tapachula.

Este no era su destino. Sigue sin serlo. Están, por denominarlo de algún modo, en parada forzosa.

“Marchamos por problemas de seguridad. Vivíamos en las favelas. Comenzaron a perseguirnos porque trabajaba en un centro de acogida. Mis propios hermanos africanos dijeron a la mafia que me persiguiera porque pensaban que iba a revelar sus secretos”, dice la falsa Marie, de 43 años.

La llegada al poder en Brasil del ultraderechista Jair Bolsonaro, que tomó posesión el 1 de enero, empeoró las precarias condiciones de la diáspora africana. Algunos de los que llegaron a principios de la década al país lo han abandonado. Hay quien culpa al incremento del racismo. No así Marie. “Racismo hubo siempre”, dice.

Filippe duerme la siesta en el suelo porque no tiene otro sitio donde hacerlo y su madre tiene los tobillos hinchados de un éxodo que no termina nunca.

A su alrededor se levanta un campamento que crece cada día en las inmediaciones de la estación siglo XXI. El martes apenas habría cinco o seis tiendas de campaña. Hoy ya alcanzan la veintena. Cuestan 299 pesos. Los “apátridas”cameruneses, angoleños o congoleños ya tienen dónde cobijarse por la noche: en una tienda de campaña en el exterior del mayor centro de detención de migrantes de América Latina. Mientras, matan las horas gritando “mafia” cada vez que sale un agente del INM o contabilizando todas las veces en las que han acudido a una cita con migración o la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar) y no les ha resuelto nada.

Salir de una cárcel para extranjeros para terminar durmiendo en el suelo, así es el destino del pobre Filippe.

El pequeño no lo sabe, suficiente tiene con conciliar el sueño, pero en los últimos meses realizó, en la espalda de Marie, una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo. De Brasil a Perú. De Perú a Ecuador. De Ecuador a Colombia. De Colombia a Panamá. De Panamá a Costa Rica. De Costa Rica a Nicaragua. De Nicaragua a Honduras. De Honduras a Guatemala. De Guatemala a México.

A partir de Ecuador, es el camino que han transitado todos los africanos que se concentran aquí.

“Es demasiado difícil”, dice la mujer.

Si uno le pregunta a cualquiera de estos hombres y mujeres agotados y frustrados sobre cuál es el tramo más horrible que tuvieron que atravesar, todos responden al unísono: la selva del Darién, que une Colombia con Panamá.

Como en la leyenda urbana de Bloody Mary, parece que si repitiesen tres veces su nombre fuesen condenados a regresar a un lugar que los ha traumatizado. Por eso lo susurran.

Darién.

Darién.

Darién.

La selva a la que nadie quiere entrar pero que constituye la única ruta para miles de africanos y asiáticos en su camino hacia el norte.

“He visto muertos allí”, dice Marie. Recuerda que, para agilizar el tránsito, se dividió: ella y su marido con tres de sus hijos y otra familia, angoleña, con otros cuatro. Recuerda caminar con el agua al cuello. Recuerda ir a pisar una especie de lona. Recuerda que su marido le paró. “Ahí hay alguien”. La lona cubría un cadáver que ya había empezado a descomponerse.

Hay gente que enterró a familiares en el trayecto y algunos de ellos están en Tapachula, en la explanada del exterior de la Siglo XXI, atrapados, angustiados, abandonados. Necesitan atención psicológica y en su lugar les han ofrecido un papel con dos opciones: una incierta regularización (nadie la ha conseguido hasta ahora) o salir de México por la frontera sur. Desde julio ya no se entrega el conocido como “salvoconducto”, el documento que obligaba a dejar el país pero no especificaba por dónde, lo que era aprovechado para alcanzar el norte.

“Nos dicen que no podemos salir de aquí. Lo único que quiero es un lugar con seguridad, no un sitio en el que tenga miedo de llegar a casa, en el que tenga miedo de montarme en el autobús”, asegura Marie.

Minutos atrás, a Filippe se le cayó encima la lona grande de plástico, que no aguantó atada a los árboles. Ahora duerme en el regazo de su mamá. Se mueve mucho. Pareciera tener una pesadilla.

Kabeya Auguy no es el mismo hombre que aparece en su perfil de Whatsapp.

Tampoco su esposa.

Parecen las mismas personas, pero no lo son.

En la imagen del celular, la pareja, originaria de Kasai, en la República Democrática del Congo, se muestra sonriente, saludable, bien alimentada, elegantemente vestida. Él, en aquel momento comerciante, viste con traje azul, camisa blanca y luce una ligera barba perfectamente afeitada. Tiene el gesto de un tipo seguro de sí mismo, con una media sonrisa y una ceja algo elevada que te dice “la vida me trata bien”. Ella, que trabajaba como enfermera, lleva un vestido también azul con pequeñas transparencias en los hombros, pelo largo con algunas mechas castañas. Mira al suelo con gesto distraído, pero transmite satisfacción.

Definitivamente, es una pareja exitosa la de aquella foto.

Han transcurrido nueve meses desde entonces.

Y no son las mismas personas.

Kabeya Auguy, que no es su verdadero nombre, tiene ahora barba descuidada y gesto cansado. Viste una playera a rayas rojas y pantalón corto y sandalias. Su esposa lleva un vestido verde chillón y rastas. Aún se le adivinan aquellas mechas. A su lado corretea su hijo, de apenas un año. Los dos han adelgazado mucho. Son como las versiones famélicas y desaseadas de aquellos jóvenes exitosos. No es por gusto. Huyeron de su país, la RDC, y ahora están atrapados en Tapachula, Chiapas. Quieren seguir hacia Estados Unidos, pero no pueden. Las autoridades mexicanas se lo impiden. Matan las horas buscando una sombra en la desoladora plaza ubicada ante la estación migratoria Siglo XXI.

Duermen los tres en una tienda de campaña.

No tienen trabajo. No tienen dinero. No entienden el idioma.

Ni siquiera comprenden el único documento que les ha dado el gobierno mexicano, el oficio de salida del centro de detención que les encadena a Tapachula.

No tienen expectativas.

“Nosotros no vinimos aquí porque seamos pobres o pasásemos hambre. Teníamos nuestro trabajo. Estábamos bien. Pero en nuestro país hay conflictos”, dice el hombre.

Su historia es ejemplo de cómo puede cambiarte la vida en un segundo. De cómo no hay certeza tan absoluta como para no desmoronarse en un momento.

Vivían en Kasai, en el centro de la RCD, un territorio sacudido por la violencia. Él asegura que su padre, su madre y sus dos hermanos fueron asesinados por hombres vestidos con el uniforme del ejército pero que él vincula a “un grupo revolucionario al que mi padre perteneció”. Dice que él salvó la vida gracias a un oficial que le conocía. Dice que cayó en Quito, Ecuador, por casualidad, porque un hombre de negocios le ayudó con pasaportes falsos que tuvo que entregar nada más salir del aeropuerto.

Ecuador no pedía visados a los ciudadanos congoleños. Al menos hasta ahora.

El 12 de agosto, el gobierno de Lenin Moreno impuso restricciones a los visitantes de 12 países, entre ellos, la República Democrática del Congo. A ellos se le suman Camerún, Angola, Gambia, Ghana, Guinea, India, Irak, Libia, Siria y Sri Lanka. Todos ellos participan en esta larguísima ruta de escape hacia Estados Unidos. En todos hay una pobreza extrema, algún conflicto armado o la mezcla de ambos. De todos huye la gente. Hasta ahora, Ecuador era el punto de acceso a América Latina para este éxodo. Habrá que ver qué ocurre a partir de ahora. Porque el hambre y la muerte, que son las razones para hacer las maletas, no han desaparecido.

Esta no es una preocupación ahora para Kebeya Auguy. Lo que le provoca dolores de cabeza es saber cómo podrá avanzar. Están a 2,400 kilómetros de Estados Unidos. Más cerca de lo que jamás lo estuvieron, pero con la incertidumbre de que, por primera vez, les han cerrado las puertas.

Al hombre, de formas educadas, también le enfada el modo en el que fue tratada su familia.

Por ejemplo, cuando abandonaron la estación Siglo XXI. Dice el hombre que recibieron la noticia a la 1 de la madrugada. Que él se retrasó unos minutos porque buscaba su mochila. Que para cuando salieron ya no había nadie, estaba todo oscuro y no sabían dónde dirigirse.

Pasaron la noche ahí, en la placita ubicada frente al centro de detención. Solos. Asustados.

“Cruzaban los taxis y nos llamaban con la bocina, pero ¿dónde íbamos a ir? ¿A dónde les pedimos que nos lleven?”, dice.

Regresamos a la conversación sobre la ruta. Al Darién.

“He visto gente muerta. Un tipo que se creía muy fuerte. Nos asaltaron, él quiso hacerse el duro y lo mataron. Ahí mismo. Delante nuestra. Estamos traumatizados”, dice el hombre.

Todos aquí conocen, en mayor o menor medida, qué tuvo que hacer el vecino para poder avanzar. También, qué se dejó atrás. Como la vida de un ser querido. Como la vida de un hijo.

Sentada en un árbol se encuentra una mujer escuchando la conversación. Hablamos de muerte y de repente la señalan, con compasión. Dicen que en el camino murió su hijo. Su hijo tenía siete años. Le pregunto si quiere ser entrevistada. Cubre su cabeza con un folio. Conversación terminada. Entró en la selva con tres hijos. Ahora le quedan dos.

“Los hemos visto en muy malas condiciones, en una situación muy precaria. No hay más que ir a la estación migratoria, la gente está durmiendo por ahí”, dice Claudia León, del Servicio Jesuita a Migrantes. “Nos ha tocado ver a mujeres en la calle, a personas deshidratadas, que no han comido, no se les atiende en cuanto a necesidades básicas”, denuncia.

El jueves, cuando las protestas llegaron a las portadas nacionales, la secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana y la Secretaría de Relaciones Exteriores emitieron una nota en la que aseguraban que “en ningún momento se vulneraron los derechos” de los migrantes inconformes. “Contrario a esto, se les brindó seguridad, orientación adecuada y se privilegió el mantenimiento de la paz”, afirma la tarjeta. No lleva el sello del INM, a pesar de que en ella se asegura que Policía Federal y Guardia Nacional “actúan en apoyo” a sus trabajos. Tampoco dice qué solución han pensado para la diáspora africana.

La realidad es que el campamento cada día es más grande y las condiciones de vida de sus integrantes, más difíciles.

Como Elysee Konde, de 26 años y de Angola, embarazada de seis meses y obligada a dormir en una tienda de campaña. ¿Dónde iba a pasar la noche si no? Sin trabajo ni la opción de seguir su camino, la sensación generalizada es que el gobierno mexicano ha decidido dejarles morir ahí, poco a poco y en silencio. Como si, por mirar hacia otro lado, ellos fuesen a desaparecer.

“Pasamos el día gastando. No podemos trabajar. No hacemos nada. ¿Hasta cuándo nos van a tener aquí?”, dice Carl, un fortachón de 25 años originario de Camerún. Los cameruneses son mayoría en este éxodo. Y, entre ellos, los que proceden del suroeste, la denominada Ambazonia, la zona anglófona enfrentada con la mayoría francófona. Carl explica que los jóvenes como él son objetivos del gobierno. Él, asegura, no cree en la independencia que propugnan algunos. Dice que le gustaría que el país siguiese unido, aunque considera que la reconciliación es una quimera.

Queda muy lejos Camerún ahora.

Por eso Carl, que es un tipo resolutivo, decidió intentar trabajar. Y se encontró con que hasta para eso alguien puede estafarle. Dice que, tras salir de la Siglo XXI rentó un cuarto con otros cinco compañeros. Seis tipos grandes y fuertes haciendo un Tetris en el suelo para poder acomodarse en una habitación. Reciben dinero de familiares, pero Carl no quería ser dependiente. Así que se ofreció en una obra en el centro de Tapachula. Y le contrataron. Y trabajó dos semanas. Y cuando llegó la hora de cobrar, el patrón le preguntó por su documentación. La misma que lleva un mes intentando conseguir para poder seguir su camino hacia el norte.

Dos semanas trabajando por nada.

“Eso es esclavismo”, se queja, con rabia.

Siempre hay miserables que aprovechan la debilidad ajena.

La desesperación, el hambre y las condiciones climáticas provocan el agotamiento físico. Eso es muy evidente en el campamento de la Siglo XXI.

Como el jueves al mediodía, cuando un hombre comenzó a convulsionar mientras le salía espuma por la boca. Durante al menos 30 minutos no recibió ayuda de nadie que no fuera de sus compañeros. Para cuando llegó una ambulancia ya se lo habían llevado en taxi.

El sábado por la mañana, un migrante cubano rompió el vidrio de un vehículo que salía del centro de detención. Fue detenido. Posteriormente, en un hotel, sus compañeros explican que los 15 días que pasó en detención terminaron por acabar con sus nervios. Algunos llevan cinco meses varados en Tapachula. Cada comunidad tiene sus propios espacios. En ese hotel, los cubanos. En aquel campamento, los haitianos. En aquella fonda, los hindúes. En tiendas de campaña frente al Siglo XXI, los africanos.

Atrapados desde hace semanas, el campamento no hace sino extenderse. Cuatro carteles colocados en varias vallas recuerdan que ellos solo quieren cruzar, que no tienen nada que hacer en México. Desde que comenzaron las protestas, agentes de la Policía Federal y la Guardia Nacional vigilan que no se corte el tránsito. Si los migrantes se sientan en el suelo, ellos los levantan a empujones.

Los africanos tienen ahora dos esperanzas. Por un lado, el amparo que tiene previsto presentar el lunes el activista Luis Villagrán. Un juez federal deberá responder en 72 horas. Por otro, obtener la tarjeta de visitante por razones humanitarias a través del mismo circuito que lo consiguen los cubanos. Acudir a la oficina de regularización del INM en “Las Vegas”. Después, pedir refugio en Comar. Con la constancia, regresar al INM. Por ahora, ninguno ha obtenido resultados. Pero quién sabe. Los procedimientos migratorios nunca son leyes inamovibles en México.

Marie, Kebeya, Carl o Elysee han realizado un trayecto demasiado largo como para darse la vuelta a hora.

Por eso, las protestas van a seguir.

Son considerados “apátridas”, así que no les pueden deportar. Tampoco encerrarles en Siglo XXI ni expulsarles a Guatemala. La pregunta es: ¿cree el gobierno que esperarán eternamente en las puertas del centro de detención?

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